Corría el año 1968 y en pleno gobierno de Eduardo Frei Montalva (1964-1970) se vivía una época complicada, la sequía existente y los pocos medios disponibles para generar electricidad estaban produciendo grandes dolores de cabeza a las autoridades, llevándolas al extremo de pensar en la posibilidad de racionar el suministro eléctrico. Es aquí donde aparece Edinson Román, ingeniero eléctrico de profesión, quien por esos días trabajaba en Chilectra. Le preocupaba la idea del racionamiento y se llevó esa preocupación dentro de su cabeza durante un fin de semana, preocupado efectivamente puesto que el lunes a primera hora se discutiría cómo proceder. Durante ese fin de semana creó un par de modelos y el lunes fue directo a la reunión del Comité de Sequía a exponer sus ideas. Se cuenta que en esa reunión muchos se rieron, sobre todo por los cálculos y gráficos que había realizado don Edinson, muchos de ellos hechos a mano y otros pintados en el papel milimetrado, lógico eran otras épocas. A pesar de las risas iniciales, don Edinson terminó convenciéndolos a todos y se emitió el decreto correspondiente ese año y el siguiente. Finalmente, en 1971 se dictó una ley que promovía el cambio de hora estableciendo un horario de verano y uno de invierno.
Pero esa no es la primera historia al respecto, en 1910 como país adoptamos como hora oficial la que correspondía al meridiano 75 oeste, restándonos 5 horas respecto del horario de Greenwich (GMT), lo que fue reafirmado en 1912 durante la Conferencia Internacional de la Hora. Ya para 1918 se realizó el primer cambio, quedándonos con 4 horas de retraso como horario oficial para todo el país. Luego, en 1927 se realizó un nuevo cambio, decretando la primera alternancia de horarios de verano e invierno, siendo el huso horario -5h desde el 1 de abril al 1 de septiembre y -4h durante el resto del año. Esto se mantuvo relativamente estable hasta 1946, cuando por el crecimiento de la demanda energética se establece que toda la zona central tuviera una zona horaria propia correspondiente al huso horario de -3h GMT. Desde ahí saltamos a la solución propuesta por don Edinson y que ha estado vigente por casi medio siglo llevándonos de -3h a -4h GMT.
La pregunta que ahora se discute es: ¿Cómo nos afectan estos cambios?
En el horario de verano se extiende el horario disponible de luz durante la tarde lo que por mucho tiempo fue argumentado como beneficioso principalmente con la finalidad de ahorrar energía, el control de la delincuencia y para la actividad comercial, lo último considerando que tener más luz luego de una jornada de trabajo fomenta mayor gasto en tiendas y restaurantes. Por otro lado, en invierno nuestros días son especialmente más cortos y se trata de privilegiar el contar con luz para los escolares durante las primeras horas de la mañana.
Más allá del tipo de cambio que se realice, horario de verano o de invierno, lo que estamos por vivir en unas semanas más es una versión pequeña de lo que probablemente muchos/as conozcan como “jetlag” (descompensación horaria). Si bien en un viaje a Europa la diferencia horaria va en un rango de 4 a 6 horas y en esta ocasión estamos considerando un cambio pequeño de 1 hora, igual nos obliga a sufrir un periodo de adaptación que no siempre es el más agradable y que indefectiblemente nos afecta, puesto que desregula la relación con nuestro reloj interno, específicamente lo relativo a un proceso que vivimos día a día de forma cíclica, conocido como ciclo circadiano. Si nos propusiéramos definir este concepto, definitivamente deberíamos considerar a todos los cambios físicos, mentales y conductuales que suceden en un ciclo de luz y oscuridad de 24 horas. Estos cambios abarcan cambios en nuestra temperatura corporal, patrones de liberación de hormonas, hábitos alimenticios, expresión génica, producción de proteínas, etc. Hoy en día se considera que todos los tejidos y órganos contienen relojes biológicos que de alguna manera regulan ciclos como el circadiano. Se dice que habría aparecido como una adaptación evolutiva a los ciclos de luz presentes en el medio y que es un rasgo altamente conservado puesto que se han identificado genes parecidos a los que conforman los componentes moleculares del reloj en distintos tipo de mamíferos, insectos, plantas, hongos, etc. El tema ha recibido tanta atención que durante el año 2017 Jeffrey C. Hall, Michael Rosbash y Michael W. Young recibieron el premio Nobel por sus contribuciones en el estudio de los ritmos biológicos y en especial los ritmos circadianos.
Pero, ¿son tan importantes para nuestra vida esos 3600 segundos que perdemos o ganamos con el cambio de hora?
La respuesta es un SÍ. Solo para dar un par de ejemplos; el cambio de horario se ha visto asociado con eventos cardiacos, de hecho un estudio encontró la existencia de un aumento de hospitalizaciones por fibrilación auricular (un tipo de arritmia en la contracción de nuestro corazón) en los días posteriores al cambio de horario de invierno al de verano. En adición, se ha demostrado que la temporalidad de estos cambios coincide con un aumento de accidentes automovilisticos con resultados fatales. Por otro lado, este tipo de cambios afectan de manera preferencial a personas que sufren de trastornos del sueño, principalmente de insomnio, quienes en sus terapias necesitan de un tiempo iluminado más constante y preferentemente por las mañanas para ordenar sus hábitos (según reporta Jennifer Martin, psicóloga de la Academia americana de Medicina del Sueño).
Todo lo anterior demuestra nuevamente lo frágiles que somos: cambios cíclicos en la naturaleza, cambios en la naturaleza producidos por nuestra propia especie e incluso cambios en nuestras convenciones (como en este caso) producen o pueden producir grandes alteraciones en nuestra salud.
Se ha determinado que cerca del 25% de la población mundial está sujeta a este tipo de cambios y es un tema que se está discutiendo ahora mismo puesto que así como nosotros entraremos al horario de invierno en unas pocas semanas, en el hemisferio norte entrarán en el horario de verano. En nuestro país se estuvo discutiendo durante esta semana, la prensa registra que el presidente de la Red Nacional de salud solicitó al gobierno terminar con este tipo de medidas, explicando que el periodo de adaptación podría incluso tardar hasta 45 días. Sin embargo, hasta ahora seguiría vigente el cambio.
Si bien existe una buena cantidad de evidencia que demuestra que estos tipos de cambios no son aconsejables, la siguiente pregunta por resolver es: ¿Con qué horario nos quedamos?
Una encuesta realizada en EEUU muestra que el 46% de la población prefiere el horario de verano y un 33% el horario de invierno. Si realizáramos la misma consulta en nuestro país, probablemente el resultado sería más categórico a favor del horario de verano. Contraintuitivamente a lo que podamos pensar, docenas de organizaciones profesionales médicas (aquí solo un ejemplo), han respaldado el horario de invierno argumentando que es el periodo de tiempo que más se ajusta a nuestros relojes internos.
La respuesta a la pregunta anterior es más sencilla de responder cuando tenemos que contestar estando más cerca del ecuador, donde la duración de la luz estacional no varía tanto. Sin embargo, en regiones como la nuestra, dada nuestra latitud más extrema, el tema pasa a ser más sensible, aunque quizás no lo suficientemente visible. En una opinión personal, si se me permite, en nuestro país deberíamos contar con un horario fijo durante el año que se amolde lo mejor posible a nuestros relojes internos, sin embargo, considerando la longitud de nuestro territorio se hace imposible pensar en un horario único dado que los tiempos de exposición a la luz solar son notablemente heterogéneos a lo largo del año. Lo importante a tener en cuenta es que ninguna opción (horario de invierno o de verano) está exenta de los riesgos y peligros que las estaciones traen a las latitudes medias y extremass.
Aquí algunos consejos para tener en cuenta y poder sobrellevar de mejor manera el cambio de horario:
Para profundizar: