Esta semana se rinde la Prueba de Transición Universitaria (PDT) en condiciones especiales producto de la pandemia. Dos periodos de rendición y otro extraordinario para quienes estén en cuarentena obligatoria. La prueba reemplaza la criticada PSU y es un primer paso hacia lo que será una futura prueba de selección.
Se ha informado que el instrumento tiene importantes cambios. Entre ellos una evaluación basada en competencias en lenguaje y matemáticas; tres pruebas electivas centradas en contenidos especializados: matemáticas avanzadas, ciencias e historia y ciencias sociales; cambios técnicos que corrigen problemas en los niveles de dificultad y en la evaluación de las preguntas, entre otros. Estos son parte de cambios en el sistema de acceso aún en elaboración por las comisiones designadas por las universidades y que trabajan, en conjunto, con el Ministerio de Educación.
Sin embargo, el problema de fondo no es el instrumento, sino su sentido y utilidad. En efecto, podemos tener un instrumento perfecto en su confección técnica pero inadecuado en cuanto a su fines y poco pertinente en cuanto al contexto de aplicación.
El fin del instrumento es evaluar y jerarquizar a los postulantes a las universidades asociadas al Sistema Único de Selección. Es un instrumento que tiene altas consecuencias para la trayectoria futura de quienes la rinden. Se aplica en un contexto de desigualdad social y educativa y, por ello, sus resultados favorecen también a quienes han tenido mejores oportunidades educativas y están en los niveles superiores de ingreso económico. Durante años la antigua PSU ensayó cambios técnicos que intentaron resolver esta relación sin obtener resultados diferentes.
Al reducir los contenidos y centrarse en competencias, la Prueba de Transición espera disminuir las brechas sociales en los resultados de los estudiantes. La expectativa es alta y, probablemente, los puntajes finales no ofrezcan cambios sustantivos con los resultados de la antigua PSU.
Las diferencias en la calidad de los procesos de enseñanza y aprendizaje entre establecimientos, tipos de dependencia y entre regiones son muy profundas. Por ello una prueba estandarizada, aunque disminuya su contenido, beneficiará finalmente a quienes tuvieron la oportunidad de asistir a establecimientos donde se cubrieron dichos contenidos y se estudiaron en profundidad. En una realidad social y educativa desigual, agravada por el contexto de pandemia, es muy probable que la prueba favorezca a quienes tradicionalmente han tenido más ventajas por su posición social y por la calidad de las oportunidades educativas que han tenido.
El problema supera la dimensión técnica y requiere una reflexión ética. No es justo que generaciones de jóvenes no accedan a estudios universitarios porque no tuvieron las oportunidades de aprendizaje de los contenidos que miden las pruebas de selección. No es justo que miles de jóvenes sean descalificados en su mérito por su origen social y por las experiencias de aprendizaje que han tenido.
Es tiempo de cambiar el paradigma de evaluación de ingreso y selección a las universidades. Llevamos mucho tiempo ensayando y mejorando al interior del mismo paradigma y los resultados no son diferentes. Cuando ello ocurre es necesario cambiar el modo de abordar el problema y rediseñar el sistema de acceso a las universidades y la articulación que tiene con la Enseñanza Media.
En tiempos de debate constitucional debemos asumir que el derecho a la educación no se reduce a garantizar la educación escolar. La cobertura prácticamente universal de la Enseñanza Media presionará al sistema de Educación Superior, obligando a generar un sistema más flexible, diverso y equitativo de acceso a la Educación Superior. La sociedad ha prometido movilidad social a través de la educación y miles de jóvenes esperan poder tener una oportunidad para acceder y ejercer su derecho a la Educación Superior universitaria.